quiero poder decir que no tengo ni idea

Estamos en la Alemania desolada tras la Segunda Guerra Mundial. Leopold, un joven idealista, llega para trabajar con su tío en una compañía de ferrocarriles con la inocente idea de poder realizar su trabajo y pasar por la vida sin molestar a nadie. Sin embargo, pronto va descubriendo que cada acción, decisión u posicionamiento puede ser entendido como una deslealtad. Esta es la premisa y argumento de la película Europa de Lars Von Trier.

¿Cuánto contar? ¿Hasta qué punto puede significarse? Esa neutralidad a la que él se trata de agarrar, tan detestable para la mayoría de las personas –sin pase alguno para una sociedad tan polarizada como la actual–, en el fondo termina por comprometerlo todavía más ante un mundo que le grita detrás de la nuca: «TOMA PARTIDO, HAZ ALGO, POSICIÓNATE».

Sé que he elegido un ejemplo muy extremo, radical, soy consciente de ello. Pero hay algo de todo aquello, de esa dinámica social, que me recuerda bastante a los tiempos en los que vivimos. Al igual que Leo, me siento absolutamente abrumada. Aturdida a causa de tantos estímulos, tanto ruido. Me reconozco inválida en un país extranjero cuya lengua y signos se me escapan. Me encuentro desprovista de la energía, tiempo y recursos necesarios para interpretar y descifrar –a cada minuto, a cada segundo– las señales que por los sentidos mi cerebro recibe.

Día a día asistimos a una infinidad de estímulos –este término no es baladí, lo elijo muy conscientemente; porque sí, son estímulos, ni tan siquiera podemos elevarlos a la categoría de acontecimientos–. Atropelladas por una sociedad con jornadas laborales exhaustivas, poco tiempo y energía quedan disponibles para cultivar la reflexión y el espíritu crítico en el día a día. Mano de obra de lunes a viernes y consumidoras –con un poco de suerte– los fines de semana. Todavía menos si tenemos en cuenta que la mayoría de nosotras hemos recibido una educación que poco o nada invita a cuestionar y adoptar un criterio propio. Una cadena de montaje perfectamente articulada. 

¿Pensar sobre qué pensamos? ¿Pensar sobre cómo pensamos? ¿Para qué?

Y a donde quiero llegar es que, además de eso, siento que de algún modo se nos exige tener una opinión sobre todo, un posicionamiento. Que renunciar a hacerlo implica ser tibio. «Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca», reza una cita del Apocalipsis.

Estar en esta tesitura me coloca en unas coordenadas que me resultan muy conflictivas e incómodas. ¿Es que acaso sin darme cuenta, tal vez por ingenuidad o lasitud estoy incurriendo en un alegato a favor de estar de espaldas al mundo? ¿De elegir la postura cómoda? Y me pregunto, de ser así: ¿habría algo de malo en que lo hiciera? 

Pero creo que me dirijo más bien hacia señalar que nos relacionamos en un contexto donde prima el intercambio de opiniones rápidas y de trazo grueso. Tienes que posicionarte y hacerlo de manera clara: o estás a un lado o estás al otro. O conmigo o contra mí.

Y por eso, ahora sí, reivindico, aunque ello me divida en dos, me fragmente («Qué terror más grande», diría el escritor, filósofo y profesor del máster que curso, Ángel Zapata), –¿mi derecho?– mi deseo de no tener siempre una postura para todo. Porque al mismo tiempo que deseo cultivar una mirada crítica, viva, en búsqueda, necesito sentir que no solo puedo (y tengo derecho a) no tener una opinión; sino que quiero sentir que puedo vacilar. «Quiero ser racional, no razonable», dice Marta Sanz en Monstruas y centauras

Este lugar, como decía antes, es más incómodo. Implica habitar la grieta. No tener asideras a las que agarrarse.  Pero es –al menos hoy– en el que me siento, contradictoriamente, más cómoda; el único que verdaderamente creo que puedo ocupar con honestidad. En un mundo donde ya no el saber, sino el tener una opinión (fundamentada o no) está por encima de todas las cosas, hoy admito humilde y dignamente cuán infinita y atrevida es mi ignorancia.


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